Algunos recordarán una típica escena de varias ciudades chilenas del siglo pasado: un grupo de vendedores informales instalados con un paño en la calle, la aparición en escena de Carabineros, los vendedores tomando el paño desde sus cuatro puntas para conservar sus mercancías en el interior y la posterior carrera para no ser detenidos. Muchos probablemente tenían un sentimiento de contradictoria empatía por quienes, pese a mal ocupar un espacio público, perjudicar al comercio formal, no pagar impuestos y merecer dudas sobre el origen de sus productos, parecían no tener las oportunidades como para sostener a sus familias de otra forma. Lo paradójico es que esta misma empatía emanaba desde el Estado, que pese a considerarlo un delito, hacía solo lo mínimo por evitarlo y casi nada por frenar su crecimiento.
Así, el ámbito de lo legal y de lo tolerable presentaban un desajuste. El consenso político tácito en esta materia incluía juicios morales (“Chile es un país desigual, no se debe exigir el cumplimiento de la ley a quien no puede cumplirla”) y pragmáticos (“mejor vendedores informales que delincuentes”). Sobre esa base de medias razones y medias verdades se edificó un verdadero Estado de bienestar informal, un problema estructural en Latinoamérica que consiste en la no aplicación de las leyes contra delitos como la ocupación ilegal y la venta ambulante, permitiendo una redistribución por ausencia del Estado (Brinks, Levitsky y otros).
Pero el Estado de bienestar informal no resiste más. Primero, porque cambió la naturaleza del problema. El comercio informal se transformó en una inmensa actividad ilícita, dominada por mafias, con estructuras jerárquicas, armas y objetivos de dominio territorial. Muchas tomas responden a la misma lógica, con organizaciones criminales ejerciendo de constructoras y gestores inmobiliarios. Luego, el cambio estructural de estos fenómenos produjo un cambio simbólico: el viejo vendedor ambulante, que parecía no merecer el peso de la ley por la nobleza de sus fines (ganarse la vida), en el imaginario público empieza a transformarse en un eslabón en la cadena delictiva, o por lo menos en un facilitador para crear un ambiente propicio para el crimen. Lo mismo en el caso de las tomas, cuya dignidad nace de la necesidad de vivir en alguna parte, pero se esfuma cuando son la obra de una organización ilícita. Estos cambios también aplican a la actividad criminal en general, que mientras estuvo radicada en zonas rurales o poblaciones periféricas de las capitales regionales, prevaleció la opinión de que el fortalecimiento del aparato coercitivo y de vigilancia del Estado no solo era innecesario o injusto, sino una excusa para crear un monstruo que el futuro se usaría de manera antidemocrática contra la propia ciudadanía. Pero esas opiniones están cambiando rápidamente.
Por Rafael Sousa, socio en ICC Crisis – Comunicación y Asuntos Públicos; profesor en la Universidad Diego Portales
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